domingo, 22 de diciembre de 2019

Te adoro, Javier Reverte

De mayor quiero ser como Javier Reverte. Quiero contagiar como él lo hace cuando escribe. Quiero viajar como él viaja y empaparme de los sitios que visito como él se empapa.

 "Son esos, quizás, los mejores instantes de los viajes, porque no sabes muy bien qué harás ni a dónde irás en las siguientes horas (...). O sea: tienes hondas sensaciones de libertad".

   Así es su libro Corazón de Ulises, pura libertad. Libertad para escribir lo que piensa de lo que ve y de lo que siente. Libertad para opinar sobre lo que pasó y sobre lo que pasa; para comparar, para describir y para sincerarse. Libertad para escribir como un poeta unas veces, y para hacerlo como todo un castizo, otras. Libertad para decidir si se queda, si se va o si cambia su rumbo. 
   Pocas veces me he sentido tan identificada con lo que leía como en este libro. Aquí he visto mi ideal de viaje sobre el papel y muchas de mis sensaciones cuando leo buenos libros; he podido compartir mi pasión por la historia de aquella Grecia antigua que creó el mundo occidental; y he aprendido de todas aquellas personas brillantes que lo hicieron posible.
   Porque, gracias a Javier Reverte, además de visitar el mundo antiguo y literario de Odiseo_Ulises, he conocido a quienes escribieron sobre él. Además de pisar Ítaca, Troya, Creta, Rodas, Esmira, Éfeso, el monte Olimpo, Delfos, Atenas, Esparta, Alejandría y muchos lugares más, he conocido a Henry Miller y Lawrence Durrell, y las andanzas de Cavafis o Lord Byron.

   La pasión que transmite... No, perdón, la pasión que "destila" y hasta rezuma cuando describe los lugares que le emocionan y le zarandean es tan contagiosa, que dan ganas de preparar el petate y salir pitando a coger un barco que nos lleve despacio a través del Egeo. Porque así viaja él, despacio:

"De modo que es preciso reservar tiempo cuando empiezas el camino para poder ceder luego al asalto de los caprichos inopinados, la salsa picante de los viajes".

   Decidir sobre la marcha siempre que sea posible, permanecer en un lugar más de lo previsto solo por placer, improvisar si algo tira de nosotros... O sea, "viajar" en vez de "hacer turismo".  Conocer gente distinta en cada sitio e intercambiar visiones del mundo, poder pisar lugares míticos y sentir que compartes un poco con aquellos que los hicieron posibles, y acompañarte de los libros que se escribieron inspirados por esos mismos lugares y lo que pasó en ellos. Eso es lo que contiene este libro: experiencias personales y datos históricos y literarios de los lugares que habitaron Homero, Jenofantes, Safo, Pericles, Leónidas, Eráclito, Pericles, Aristóteles o Alejandro.
   
No me digáis que no es adictivo; que el mundo no sería un lugar mejor si pudiéramos conocerlo de esta forma. Sí, vale, adoro la Historia y mi amor por este libro se veía venir. ¡Qué sí, que lo sé... haberme licenciado en Antigua me convertía en presa fácil. Bueno... Y qué. Eso no cambia la habilidad del autor para apasionar con las descripciones de los lugares que visita; para combinar con esa maestría sus anécdotas con los hechos históricos que sucedieron allí; para conseguir ese equilibrio entre lo que ve y lo que allí sucedió. Porque, por suerte, es totalmente subjetivo, y vemos lo que él ve y sentimos lo que él siente. Y notamos cuándo se emociona o cuándo se mosquea con lo que ocurrió, y sonreímos con sus toques de humor y su falta de pelos en la lengua, y vemos cómo muestra sin tapujos su admiración por aquellos griegos que:

"... nos enseñaron a reír, a reflexionar y a llorar. La gran hazaña de los griegos fue cincelar el alma del hombre libre, por eso todos somos griegos".


Posdata: ¡Qué gran edición si tuviera buen corrector!

domingo, 1 de diciembre de 2019

La escritura como salvación.

La señora Hopgood es una mujer decidida. Es sincera, bastante directa y sin miedo a mostrar sus sentimientos. El señor Larsen es más tímido, menos lanzado y siempre muy correcto. Yo, siempre deseosa de buenas historias, me he enamorado de los dos.
   Todo empieza cuando Tina Hopgood decide escribir al conservador del Museo de Silkeborg, en Dinamarca, interesándose por el Hombre de Tollund, un señor de más de 2.000 años, perfectamente momificado y custodiado en dicho museo. Ella sabe que algo no funciona en su vida e inicia una especie de "terapia epistolar" con el señor Larsen, el actual conservador: "Por favor, tenga en cuenta que escribo para dar un sentido a mi vida". 
   El señor Larsen, más hermético y menos lanzado, también siente que algo no va del todo bien, pero le cuesta más darse cuenta de ello y entrar en el juego terapéutico, aunque poco a poco terminará por sentir el bálsamo de esa correspondencia y, pronto, el "querido señor Larsen" irá descubriendo las inquietudes de la "estimada señora Hopgood", y compartiendo con ella recuerdos, rutinas diarias, estados de ánimo, esperanzas y arrepentimientos. 
   En Nos vemos en el museo, Anne Youngson ha conseguido que me sintiera testigo de todo este proceso, que me encariñase tanto de Tina y Anders que les echara de menos al llegar el final. No tengo ninguna duda de que todo es gracias a la naturalidad con la que la autora nos cuenta la historia y a su lenguaje cercano y expresivo, que le da a la novela ese aire de sinceridad que te engancha desde el principio. 
Para mí, la magia de esta novela está en sus protagonistas, pero no solo en ellos. También encontramos sesudas reflexiones sobre el comportamiento humano, sobre las imposiciones sociales con las que vivimos o a las que decidimos enfrentarnos y, lo que nunca deja de sorprenderme, la conexión que podemos llegar a sentir con alguien lejano mientras que somos incapaces de comunicarnos con quien tenemos al lado.
    Son muchas cosas las que se pueden disfrutar de esta novela; seguramente, cada lector encontrará las suyas. Yo me quedo con mi conexión con los protagonistas, con verlos evolucionar en cada carta y con esa curiosidad que me despertaron acerca de ese Hombre de Tollund que, tan apaciblemente dormido, no es consciente de cómo ha contribuido ha cambiar sus vidas.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Se cerró el Círculo

Círculo de Lectores ha sido para mí una de esas cosas que consideraba eternas, algo que conozco desde que tengo uso de razón y que sentía permanente. Era como el chupa-chus, las torrijas o el turrón de El Almendro, los compraras o no, estaban siempre a tu alcance.
   Cuando leí la noticia de su cierre, pensé inmediatamente en mi madre. Ella fue quien me enseñó a no saber vivir sin leer. Ella es la que ha estado cincuenta y dos años asociada a este círculo. A ella es a quien he visto siempre exprimiendo la revista cada vez que llegaba a casa, primero con el boli en la mano para rellenar esa fichita tan característica; después, cuando ya no podía escribir, hablando directamente con el "Antonio" o la "Almudena" de turno, encargados de hacer los trámites en su nombre, siempre con una sonrisa.
   No hace mucho, mi hermana y yo hablábamos de las carencias que estaba teniendo este club, de los impedimentos que estaba encontrando mi madre para hacer sus pedidos, de los que tuve yo misma mientras fui socia. Hablábamos de su necesidad de actualizarse, de la herida "mortal" que suponían las plataformas digitales, de posibles caminos que seguir. Pero nunca habría imaginado que su fin estaba tan cerca.
   No tengo información para juzgar los motivos, causas y problemas que han podido provocar este cierre; y tampoco la necesito en este momento. Ahora solo quiero decirle adiós llena de cariño, despedirlo desde mi modesta posición de lectora "acérrima" que ha crecido con sus libros. Porque en las páginas de su revista, escogió mi madre nuestros primeros cuentos. Porque de allí procedía la primera novela que me robó el corazón con tan solo 12 años, una Jane Eyre a la que casi dejé sin hojas de tantas veces como la leí. Porque con ella, mi madre fue formando la biblioteca en la que yo encontraba cualquier libro de los que me pedían en el cole, en la que descubrí a Homero y a Don Quijote, a la Regenta y a Fortunata y Jacinta, donde mi adolescencia romántica devoraba a Becquer y a las Brontë, donde disfruté de Alfanhuí, de El Camino, de La Cartuja de Parma, de La historia Interminable, de ... Imposible, es imposible que os cuente todos los títulos que han pellizcado mi corazón durante todos estos años.
   Solo puedo darles las gracias a todos y esperar encontrármelos en algún puesto de libros de segunda mano en esa bendita "cuesta" que nunca me fatiga subir, mientras ojeo puesto tras puesto.


domingo, 3 de noviembre de 2019

El cumpleaños secreto. Un excelente guion

Me ha ocurrido una cosa muy curiosa: había olvidado por completo haber leído esta novela. ¿Os ha pasado alguna vez? A mí no. No así. Si en alguna ocasión empezaba una lectura que ya había pasado por mis manos, a las tres o cuatro páginas, la recordaba y la localizaba. Sin embargo, esta vez no ha sido así. No he sabido que ya la había leído hasta que me he encontrado con la reseña que escribí hace seis años para este blog: Kate Morton y la ternura. ¡Qué curioso lo que hace el paso del tiempo! Tras leerla, mis impresiones no se parecen en nada. Podéis comprobarlo vosotros mismos  si os apetece.
  En esta ocasión, ha vuelto a mí esa sensación que tengo hace tiempo de que muchas novelas actuales parecen más un guion de cine que una auténtica novela. Escenas y personajes metidos en un argumento, más o menos interesante, misterioso o vertiginoso, perfectamente descritas para ser llevadas a la pantalla. No es que sea malo, simplemente es diferente.
   En el caso de El cumpleaños secreto he tenido esa misma sensación, como si Kate Morton me estuviera contando el guion que había preparado para la Paramount o la Metro: un drama en blanco y negro que, perfectamente, podría haber estado interpretado por Jane Terney o Hedy Lamarr. Y no solo por transcurrir uno de sus hilos temporales durante la Segunda Guerra Mundial, sino por la intensidad de la historia, el bagaje de los personajes y la forma en que se cruzan sus vidas; por el peso de los recuerdos y del pasado.
   Kate Morton siempre consigue que siga leyendo, aunque a veces tuerza el gesto por algún truco utilizado para engancharme. A veces, me agota su forma de alargar una escena para crear tensión, de dar vueltas entorno a algo que va a suceder pero que no termina de cuajar, a ese "rumiar" un pensamiento, a ese insinuar sin concluir. Sin embargo, todo se me olvida con su forma de dar vida a los protagonistas, de hacerlos tan creíbles, de hacer que les coja cariño o antipatía. Y, sobre todo, esos secretos familiares que, de repente, alguien descubre y que abren la caja de los truenos y ponen patas arriba las vidas de los implicados, todo bien combinado en dos hilos temporales (o los que hagan falta) para reconstruirnos determinada época, determinadas costumbres y determinadas formas de pensar y sentir.
   
Imagen tomada de Wikipedia
   Así es como la autora me ha contado la historia de Dorothy, Vivian y Lauren. De como esta última necesita descubrir la verdad de un crimen que presenció en su adolescencia y que, ahora, con la enfermedad de su madre, adquiere un protagonismo que ella había tratado de esconder a lo largo de los años. La descripción de los escenarios creados por la guerra, de las situaciones a las que se veían empujadas muchas personas, también de su forma de evadirse de todo, se presentaban ante mí con ese halo casi mágico del cine de los años 50. La equilibrada alternancia de los dos hilos temporales me aligeraba ese "remolonear" ante algunos acontecimientos; hechos que iban explicándose unos a otros mientras saltaban del año 1941 al 2011, y que me permitían ir conociendo, al mismo tiempo, a los protagonistas de ambas épocas. 
   Siempre me ha gustado la forma de escribir de la autora, que me hace tan fácil leer sus novelas. Esa manera tan cálida y sencilla de describir, de crear imágenes, de contar. Esos finales que parecen cerrar un círculo y que dejan buen sabor de boca. A pesar de que he vuelto a encontrarme con una de esas novelas "cinematográficas" de las que hablaba al principio, en esta ocasión, la he recibido con cariño y le he agradecido que me recordase aquellas películas en blanco y negro tan elegantes y cuidadas que veía cuando era niña.

domingo, 20 de octubre de 2019

Una noche especial

Ayer estuve en un sitio mágico, lleno de paz, pero no de tranquilidad; un sitio lleno de momentos alborotados y encendidos junto a otros que te acariciaban el alma. Porque en el Auditoria Nacional, todo es posible.
   Allí solo arderían las palmas de las manos de tanto aplaudir; el único posible odio iría dirigido al reloj, que muestra el final; lo único que se arrojaría serían vítores y bravos. Todos compartiríamos el mismo idioma, aunque hablásemos lenguas distintas; todos sentiríamos entusiasmo, aunque cada uno experimentara emociones diferentes. Allí no importaría de dónde vinieses, de dónde fueses o qué llevases contigo. Porque esa es la magia y el poder de la música.   
   
La entrada del Auditorio nos recibía con un aforo completo, lleno de gente que huía del diluvio que acababa de caerles encima. El cielo tenía la intención de crear el ambiente propicio para el  Requiem de Mozart que iba a interpretar la Orquesta Metropolitana de Madrid junto al Coro Talía. Refugiados y "muy juntitos" bajo sus soportales, todos intentábamos "adecentarnos" un poco para acceder como corresponde a un lugar tan especial.  
   La emoción estaba servida. Y ni los "pelos chuchurridos" por la lluvia ni los zapatos "chancleando" en el vestíbulo impedían las sonrisas de oreja a oreja, intercambiadas entre los que subíamos las escaleras. Los comentarios sobre los "chuzos de punta" caídos minutos antes se sucedían de carreras al baño, de despedidas de amigos con entradas separadas hasta verse después en el intermedio y de ese ruido que se va atenuando poco a poco con las "llamadas al orden" de la megafonía y de los acomodadores, a punto de cerrar las puertas de la Sala Sinfónica.
   
No conocía la primera obra que se interpretaba, ni a su autor (¡cuánto me queda todavía por aprender!). Mientras estudiaba el programa de mano y me ponía al día sobre Max Bruch y su Concierto para violín nº 1 en sol menor, Op. 26, algunos aplausos empezaron a abrirse paso tímidamente al ver salir a los primeros músicos. A veces se paraban, a veces se despertaban otra vez, hasta que por fin, todos sonaron al mismo tiempo para recibir a la directora, Silvia Sanz, y a una niña que, con su traje de Alicia en el País de las Maravillas, resultó ser la violín solista, Mª del Mar Jurado. Con sus 16 años, me dejó sin habla al verla manejar de esa forma el violín, con esa facilidad que parecen tener los "grandes". ¡Qué forma de aplaudir! ¡Qué manera de emocionar! ¡Cuánta esperanza sentí!
   
Tras ese intermedio en el que todos, incomprensiblemente, volvemos de nuevo a correr hacia el baño, o aprovechamos para saludar orgullosos desde nuestros asientos a ese hermano que recoge sus partituras y se marcha ya con su viola, dispuesto a darlo todo en la segunda parte, o nos acercamos a la cafetería a por alguna bebida (para salir corriendo otra vez hacia el baño antes de volver a la sala), le llega el turno a don Wolfan. Nadie como Mozart para expresar el miedo, la desorientación, el arrepentimiento o el consuelo mientras mece o exalta a toda la sala con su música.  Nadie como él para ponerme los pelos de punta y zarandearme el espíritu en el Confutatis o la Lacrimosa, que tomaban más vida si cabe con las voces del Coro Talía y los cuatro solistas que los interpretaban. 
   
Con la adrenalina a tope, llegó la despedida. Poco a poco, la sala iba quedándose vacía; los músicos se despedían, unos de otros, con abrazos; el público comentaba contento lo que allí acababa de vivir. Y todos creábamos un ambiente especial que ni el mal tiempo ni la falta de taxis podían arruinar. Porque, insisto, este es el poder de la música, que enardece y alborota el espíritu sin llevarlo a la violencia, y que desarrolla esa parte de las personas que nos hace mejores. 
   Ojalá todo el mundo le cediera el mando a la música y se dejara guiar por ella.


Allegro energico. Concierto para violín nº 1 en sol menor, Op. 26

Lacrimosa. Requiem en Re m, KV 626. 



Fotos de los compositores tomadas de internet.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Os presento a Patricia Brent

Es algo que debía al blog desde hace tiempo. Una lectura que fue capaz de despertarme y espabilarme merecía mi dedicación y mi esfuerzo. 
   Patricia Brent, aquí unos amigos; amigos, aquí Patricia Brent, solterona. Ella está bastante harta de que solo sea esto lo que ven en ella, de que la miren con pena, tan cerquita como está de la treintena y sin casar. Es verdad que ella valora su libertad más que nada y que el hecho de no tener que vivir con su tía (esta sí, una solterona recalcitrante y machacona) hace que soporte el vivir en una pensión donde comparte comidas y cenas con unos pobres diablos que conocieron tiempos mejores, y el trabajar como secretaria de un bienintencionado diputado pero poco listo, manipulado por su mujer.
   Es una chica encantadora, inteligente, cariñosa con quien se lo merece, paciente si hace falta y que pasa de los cotillas como de comer barro. Pero todo tiene un límite, y Patricia se ha visto obligada a cruzarlo, ¿o no? Eso ya tendréis que descubrirlo vosotros. 
   El caso es que se mete en un lío de padre y muy señor mío por intentar dar en los morros a los cuatro cotillas oficiales, empeñados en hurgar en las intimidades de Patricia.   
 
 Y aquí es donde Herbert George Jenkis aprovecha para hacernos un retrato de lo que se cocía en la Inglaterra de 1918 y del papel que debía representar la mujer, le gustase o no. Bien es verdad que, alguna que otra vez, se le escapa su punto de vista masculino y de principios del XX, pero al fin y al cabo es lo que le toca teniendo en cuenta cuando escriabe; no quiero ser yo parte de esa nueva ola justiciera que arrasa con la literatura de cualquier época si no muestra nuestros valores actuales.
   Para las damas y caballeros de aquellos años, esta novela podría ser perfectamente una buena reprimenda; con un final feliz para sus gustos, por supuesto, pero una lección sobre las injusticias por las que tenía que pasar una mujer que quisiera vivir de otra forma diferente a lo estipulado, y sobre las miserias personales que llevan a algunos a dedicarse a juzgar la vida de los demás.
   Como todas estas novelas costumbristas, está llena de pequeñas instantáneas sobre estatus sociales, tejemanejes políticos, falsas apariencias y rígidas normas, además de prejuicios venidos de todos los lados. 
    Bien escrita, elegante, con un buen ritmo y con la maravillosa edición de la editorial Dépoca, era muy difícil que Patricia y yo no nos hiciéramos amigas; muy difícil. Seguro que a vosotros os pasa lo mismo.
   ¡Ah! Me olvidaba. No podía faltar ese humor tan British, lleno de ironía, que acompaña a las reflexiones de la protagonista y que esconde detrás esa dura crítica social de la época.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Pánico

Pánico a no ser capaz de contar, a no poder escribir, a haber perdido sensibilidad ante la lectura, a no poder transmitir, a no identificar los matices y guiños de los escritores... Pánico a miles de cosas. Cada vez ha sido más difícil pasarme por aquí a contaros mis impresiones sobre un libro. Quejarme me resulta más fácil, lo cual me preocupa muchísimo porque puede convertir esto en un paño de lágrimas. De hecho, dando un repaso rápido por algunas de mis últimas entradas, me he visto dentro de un bucle, un círculo vicioso que me alejaba una y otra vez del blog.
  
         


   Como quiero derrotar ese terror y volver a mis buenas costumbres "blogueriles", empezaré paso a paso, despacito y con buena letra. Por eso, creo que es mejor que os haga un resumen de lo leído este verano, una visión de conjunto, antes que meterme de lleno en una "sesuda" entrada.
  Vamos a ver. Si no recuerdo mal, mi verano empezó abandonando un libro, algo no muy alentador, y que me hacía muy difícil volver aquí a explicar los motivos. Además, tanto la novela como su autor contaban con muy buenos comentarios y críticas en la blogosfera, especialmente entre blogueros a los que tengo muchísimo respeto y de los que me fío un rato largo. Así que aquí fue cuando empecé a dudar de mi criterio y a titubear a la hora de contar lo que pensaba. Resultado: no escribí la reseña.
   El libro en cuestión era El mapa del tiempo, de Félix J. Palma. Y es que no conseguía creerme la historia, el argumento no terminaba de engancharme y ni lo que contaba ni los personajes me convencían. Dejé de leer. Hasta que después de un tiempo, lo terminé por "honrilla", tras haber "colado" en el intervalo una lectura bastante interesante.
  Fueron Joaquín Leguina y su Domicilio familiar los responsables de ese intervalo. En este libro, me presentaba a su familia, y al mismo tiempo se presentaba él. Y me resultó de lo más interesante descubrir su bagaje personal, su "mochila". De una manera bastante austera, creo, sin florituras literarias ni mucha grandilocuencia, desgranaba su árbol genealógico mientras me explicaba cómo había sido la vida durante aquellos años, o cómo la recordaba al menos, que en eso me pareció bastante honesto. Pero a pesar de disfrutarla, seguía teniendo delante de mí esa maldita pendiente que, en mitad de una escapada veraniega, me hizo abandonar una posible reseña.
   

Decidí olvidarme por un tiempo de diseccionar la lectura y volver a leer como cuando era niña, sin analizar, sin escudriñar, sino recibiendo la historia como venía, empapándome de ella, sin más. Y me lancé a por la segunda parte de una trilogía, Guardianes de la Ciudadela, que había llegado a mis manos sin querer, ya que la había comprado para completar un lote con el que me había comprometido hacía tiempo. Como veis, una razón "de peso". Pero estaba ahí, tan sugerente; parecía tan fácil y sencilla. ¡Qué sorpresa! Disfruté de El secreto de Xein, de Laura Gallego, como en mi más tierna infancia y adolescencia, sin complejos, sin juicios. Me enganchó tanto que me hice con la tercera parte La misión de Rox (ir también a por la primera ya me pareció excesivo). Pero no solo me atraía el argumento, un mundo amenazado por todo tipo de monstruos donde una élite de guerreros vivía exclusivamente para vencerlos y donde el resto moría sin remedio cuando esa élite fallaba, que me parecía de lo más original, sino también los personajes. Me encariñe enseguida de ellos e incluso le hice ojitos a uno de los guardianes "matamonstruos". En fin, toda una aventura que me reconcilió con mis criterios, pero desgraciadamente no con el blog. No fui capaz de escribir más líneas que estas que os pongo aquí. El bloqueo seguía.   
   Le eché la culpa al verano, a las vacaciones, al trasiego de ir de la Ceca a la Meca todo el tiempo sin un mínimo de rutina; y seguí mi camino lector, segura de que llegaría el momento en que podría volver a compartir. Y así pasó julio. 
   Pasaron por mis manos Rialto 11, de Belén Rubiano; magnífica, con la que me divertí muchísimo y aprendí más, con la que conecté, pero de la que seguía sin poder transmitir los guiños, las virtudes y los elementos que me habían hecho disfrutarla tanto. La página en blanco seguía intimidándome. También le hinqué el diente a Un misterio en París, de Gascon Leroux que, gracias a mi librería de barrio, encontré pegadita a Patricia Brent, solterona, de la que espero poder contaros el resultado final si sigo dando pasos hacia "la reseña completa".
   
   Un misterio en París fue entretenida, no le vi mayores pretensiones que servir al público al que iba destinada. Una novela que me sirvió para darme cuenta de cómo ha cambiado la novela policíaca desde principios del siglo XX, y también lo que atraía a los lectores de antes y a los de ahora. ¡A veces resultaba tan ingenua! La falta de reseña de esta novela ya fue simple vaguitis. No puedo inventar ninguna escusa, desgraciadamente.
   

   Y llegó el turno de Patricia Brent, solterona, de Herbert George Jenkins, sus problemas frente al mundo, frente a las normas y prejuicios sociales, frente a ella misma. Y me enamoró. Y me hizo romper un poco la maraña. Y me despertó las ganas de contar, aunque fuera tímidamente.
   Y aunque estas vidas azarosas que llevamos, más la pereza y el cansancio, más algún que otro miedo al blanco me han tenido fuera de juego unas semanas, espero poder ofreceros muy pronto una reseña como Dios manda sobre esta genial novela. Patricia no se merece menos. Hasta pronto.

domingo, 11 de agosto de 2019

Antes de tiempo

Es la primera vez que me pasa que tengo unas ganas locas de contar lo que pienso sobre un libro antes de haber terminado de leerlo, y en un momento en el que soy incapaz de transmitir lo que siento cuando leo. Llevo tanto tiempo sin escribir en el blog que ha empezado a convertírseme en extraño. Cada intento que hacía por contar la última lectura era todo un reto, y no porque no sintiera nada al leer, sino por incapacidad. Y de repente, Herbert George Jenkis y su Patricia Brent, solterona me desatan esas ganas. Y aquí estoy.
   No sé todavía cómo será el final, pero estoy casi segura de que no me defraudará. Su sentido del humor, irónico y absolutamente flemático me tiene encandilada. Su habilidad para retratar los "pecados" sociales de principios del siglo XX me parecen magistrales. La facilidad con la que teje una trama de enredo que mezcla todo tipo de personajes interesantes creo que es admirable. Y todo esto desde el punto de vista de un hombre, consciente de la situación social de la mujer de su época, que, sin embargo, no puede evitar que se le escape algún pensamiento "pelín" machista si lo juzgamos desde nuestra perspectiva, pero que es absolutamente lógico y coherente con el momento en el que vive. Esto es algo que muchos deberían tener en cuenta a la hora de "crucificar" una novela escrita en otro siglo.

   Por eso estoy disfrutando tanto de este libro, porque es real y porque me enseña, de primera mano, todo lo que tenía que soportar una mujer que quisiera ser independiente y dueña de su propia vida. Y me lo enseña desde la perspectiva masculina y de una forma tan divertida, sin dramas, sin histerias, pero a la vez en toda su injusticia, sin dejarse nada en el tintero. Además, inconscientemente por supuesto, H. G. Jenkins se retrata a sí mismo a través de sus valoraciones y la descripción de los personajes. ¡Y qué personajes! No sabéis cuánto estoy disfrutando con ellos.
   En la pensión donde vive Patricia, la protagonista, están las auténticas "solteronas de nacimiento", como diría Gila, que estaban decididas a ser las defensoras y protectoras de su "estirpe"; los caballeros venidos a menos cuyo consuelo es tirarle los tejos a jóvenes como Patricia y alardear de antiguas "glorias" y hazañas; o las viudas respetables que se autoproclaman veladoras de la moral de la comunidad. Es todo un abanico de prototipos de aquella sociedad bastante hipócrita y fingida, que vivía de aparentar y del qué dirán. ¡Bueno!, algo que también existe ahora, solo que lo llamamos "postureo", pero no deja de ser hipocresía.
   En fin, que Patricia me tiene en vilo por ver la forma en que conseguirá salir del embrollo en el que se ha metido. Por cómo marchan las cosas, puedo imaginármelo, pero en realidad eso no es lo importante, lo importante es ver con qué frases ingeniosas, con qué toques de humor lo va a resolver el autor; lo que de verdad quiero es seguir enganchada a esta delicia de "manera de contar" tan elegante, divertida y sencilla de H.G. Jenkis.

domingo, 30 de junio de 2019

Lectura curativa

Todos los que amamos los libros sabemos que, además de hacernos viajar, aprender, vivir otras vidas y sentir todo tipo de emociones, la lectura cura. Y yo lo comprobada en carne propia.
   
Ayer me llevé un pequeño susto que, por suerte, solo quedó en eso, pero mis nervios y mis pensamientos decidieron que fuese algo más, un "madremialaquesepodíahaberliado". Así que, cuando llegó la hora de irme a dormir era incapaz de controlar ni a unos ni a otros. Me puse a ver pelis de amor romántico, hice ganchillo, me tomé un vaso de leche caliente (en plena ola de calor infernal) y, finalmente, la lucecilla esa que se enciende de vez en cuando en nuestras cabezas me indicó el camino: un libro. Pero ¿cuál? 
   En la mesilla tenía a tiro de mano Yo, Julia, de Santiago Posteguillo, que me entusiasma, me engancha como un anzuelo y me enseña un montón de cosas. Sin embargo, no estaba segura de que mi estado de ánimo estuviera preparado en esos momentos para la guerra civil en que andaban metidos los protagonistas, allí donde había colocado el marcapáginas: Severo sitiaba la ciudad de Bizancio en donde se refugiaba Nigro, mientras Julia Donna aguardaba en el campamento del primero, su marido, estudiando la situación como un estratega más.
  
   No, no era el momento de muertes y batallas. Quizás fuese mejor pedir ayuda al libro que me acompaña en el tren todas las mañanas. La literatura fantástica de sus páginas me llevaba a un mundo imaginario en el que los Guardianes de la Ciudadela se encargaban de perseguir y acabar con los monstruos que atacaban a los ciudadanos, entre peligros, misterios y un toque romántico. Sí, definitivamente Laura Gallego y su novela El secreto de Xein habían ganado la partida. Xein y Axlin tendrían que curarme los restos de nervios y susto que me quedaban. Yo, Julia descansaría en su hueco de la mesilla hasta la noche siguiente en que, esperaba, todo volvería a la normalidad.
   Y, como todos los que amamos la lectura sabemos, la segunda parte de Los Guardianes de la Ciudadela cumplió con su función y me acunó, y me tranquilizó, y me concentró en la lanza que Xein hizo volar para atravesar al metamorfo que había suplantado a un humano al que acababa de matar. Y por fin se me empezaron a cerrar los ojos, y el calor dio una tregua, y el aire pareció empezar a soplar y, una vez más, la lectura me curó.
Foto tomada de Google

domingo, 9 de junio de 2019

El taller de libros prohibidos

A veces es provechoso volver los ojos al pasado, pero soñar con recuperarlo siempre es devastador.

Encontrarme con una novela sobre libros y, además, prohibidos era un caramelito difícil de rechazar. El argumento de una mujer, viuda, al frente de un taller de encuadernación, en la España de Felipe II, era demasiado tentador para mí y, cuando empecé a leer, lo hice con tales expectativas que, quizás por eso, la terminé con un pellizco de desilusión.
   El argumento no defrauda en absoluto, eso que quede claro. Las aventuras que vive Inés Ramírez cuando tiene que hacerse cargo del taller de encuadernación de su difunto marido son dignas de la mejor novela negra. En una época donde la Inquisición tenía el brazo muy largo, donde todo y todos eran sospechoso de herejía y donde las mujeres apenas podían ni respirar, Inés decide mantener el tipo contra viento y marea y lidiar ella solita con los problemas que le acarrea el descubrimiento de los tejemanejes que se traía su "difunto", además de intentar mantener en pie el taller y plantar cara a una sociedad retrógrada y supersticiosa. 
   La autora, Olalla García, recrea muy bien la sociedad de la época. Las costumbres sociales, la vida en los talleres, el funcionamiento de los gremios, las leyes y los hombres que los dirigían, todo está estupendamente descrito para que podamos hacernos un retrato mental de cómo se vivía a finales del siglo XVI. Entonces, ¿por qué se va todo al garete con "pecados" lingüísticos actuales? Vicios tan de hoy como "el camino a tomar" o "la puesta en común", me dejaban bastante ojiplática al encontrarlos justo al lado de un "malhaya" o un "mentecato". 
   A esto se unía la sensación de que me estaban quitando párrafos. De repente, o los personajes empezaban a hablar de algo que parecía que acababa de ocurrir, pero que yo no había leído por ningún sitio; o eran otros personajes diferentes los que se me presentaban de golpe sin que hubiera la más mínima señal de haber cambiado de escena. Inés no solo luchaba contra su época, sino también contra la mala edición de la mía: párrafos seguidos que no se correspondían y erratas que salpicaban demasiado a menudo la lectura. 
   A pesar de todo, ella y yo seguimos adelante, cada una frente a sus "enemigos". La trama se fue desarrollando paso a paso. Los peligros, los descubrimientos, las conspiraciones, hacían que la novela fuera muy muy entretenida. Se saboreaba en toda la historia el trabajo de investigación y documentación. La descripción de cómo funcionaba el taller del maestro Juan Gracián, de cómo recalaron en España los impresores franceses, de cómo funcionaban estos gremios, etc. me curaban las heridas de esa edición tan dañina y me reconciliaban con la novela.
   Los misterios y secretos de los protagonistas me animaban a saber más sobre su futuro en la historia. Aunque no fuesen unos personajes muy profundos, cumplían su papel a la perfección, y no necesitaban más aristas que las que mostraban para enseñarme de qué iba el asunto y lo que se podía esperar de ellos. E incluso alguno que otro me dio una buena sorpresa al tener a sus espaldas un pasado que no esperaba.
   Y así fue como llegué al final: con algunos momentos en que parecía adormecerse un poco la trama y otros en que cogía velocidad y resolvía las "cuitas" en menos que canta un gallo; disfrutando mucho con los detalles de talleres, gremios, impresión y encuadernación, y cabreándome como una mona cuando la edición me arreaba un zasca; en tensión cuando los protagonistas estaban en un tris de caer por el precipicio y enarcando las cejas con alguna que otra afirmación sobre las costumbres de la época que jamás había oído. 
   Pero, al cerrar el libro, cuando hago el balance general, lo que me importa es el gusto que me ha dejado y que paladeo a pesar de los pesares. En este caso, es justo decir que el dulce venció al agrio.

domingo, 12 de mayo de 2019

La imprenta del Quijote

Hace algunas semanas visité la Sociedad Cervantina, en el 87 de la calle Atocha, en Madrid. No sé cuántas veces habré pasado por ahí a lo largo de mi vida sin saber que, en sus sótanos, se escondía el ambiente en el que se imprimió la primera edición del Quijote. El edificio tuvo muchas vidas después de haber sido la imprenta de María Rodríguez Rivalde y, salvo por la placa de la fachada, a la que yo jamás presté atención en mis continuas idas y venidas por esta calle, nada se adivina de ese pasado tan honorable.
   Y ahí estaba yo, delante de un portalón metálico que daba paso a un local en obras y que no tenía ninguna pinta de acoger la magia que veríamos más tarde. Pero a pesar de esa entrada tan inusual, la emoción de estar a punto de contemplar la reproducción de una imprenta similar a la que imprimió los primeros 1.800 ejemplares de la obra de don Miguel me mariposeaba en el estómago. Mientras se completaba el grupo para la visita, pasamos a una sala con unos cómodos asientos bajo un gran ventanal que la iluminaba con ese sol resplandeciente de las cinco de la tarde; un sol que nos calentaba la espalda y la espera, al lado de un impresionante busto de don Miguel. 
   
   En esos momentos, yo empezaba la lectura del libro que todavía tengo entre manos, El taller de los libros prohibidos, que cuenta la historia de Inés de Ramírez, viuda de un maestro encuadernador en el Alcalá de mediados del XVI, que se pone al frente del taller de su marido cuando este muere, enfrentándose a todos los obstáculos sociales y morales de la época. Todo lo que yo había estado leyendo en la novela sobre aquellos talleres de impresión y de encuadernación, la forma en que se trabajaba, sus profesionales, etc. lo tenía ante mí en ese momento. En aquel sótano en el que había estado hace siglos ese taller que vio nacer la leyenda de don Alonso Quijano, y que estuvo regenteado por mujeres durante 105 años, íbamos a descubrir cómo trabajaron aquellos artesanos, manejando todos aquellos tipos, balas de tinta, placas, etc. 
   Nuestro magnífico guía nos llevó hasta 1605, cuando Juan de la Cuesta imprimió, uno tras otro, los pliegos del que fue el best-seller de la época, al que luego siguieron otros grandes éxitos de Lope de Vega, Calderón o Tirso. Y se puso manos a la obra para enseñarnos los tipos con los que se compusieron cada una de las placas que contarían la historia de ese señor tan loco y su escudero, para entintarlas como lo hicieron aquellos hombres, para tirar de la palanca con fuerza e imprimir y, finalmente, para mostrarnos el pliego ya impreso. Uno tras otro se reproducían los pasos que Olalla García me contaba en su novela, dentro de ese ambiente mágico de luz de velas y olor a madera noble.

 Llegó el momento de irnos, y con la excusa de algunas fotos aquí y allá y de las últimas preguntas que se habían quedado en la garganta, los que estábamos allí nos hacíamos los remolones para no tener que abandonar ese sancta sanctorum. Sin embargo, había que marcharse. Así que salí en silencio, mirando a todas partes a ver si podía llevar conmigo todas las imágenes encerradas en aquel sótano. Las sensaciones las tenía bien grabadas y, esas, me daba menos miedo perderlas; pero por muchas fotos que hiciese, ninguna sería muy fiel a la impresión de mi retina ni al olor y calor de lo que acababa de vivir en la Sociedad Cervantina de la calle Atocha. Lo que era evidente es que nunca volvería a pasar delante de esa fachada con la misma ligereza con la que lo había hecho hasta entonces.

Todo lo que necesitéis saber sobre la Sociedad Cervantina lo podéis encontrar en su página web sociedadcervantina.es/. No dejéis de visitarla.
(Gracias Ángeles por tus fotos)

domingo, 31 de marzo de 2019

Esperando a Murakami

Ojalá pudiera echármelo a la cara, le diría cuatro cosas bien dichas. Don Haruki me ha dejado con dos palmos de narices. La muerte del comendador libro 1 es, literalmente, el libro 1. No es la primera parte de una duología, ni hablar, es un primer tomo, como si se tratase de una enciclopedia. El señor Murakami parece haber partido por la mitad el manuscrito original (me resulta tan frío pensar en un archivo de ordenador) y haber enviado cada mitad por separado a la editorial. Mi cara de panolis al girar la última página se hizo mayor cuando me decidí a leer la contraportada: "En este primer volumen...". Ahí estaba, primer volumen. Eso me pasa por no leer las contras de los escritores en quien confío. Ahora me toca esperar a que llegue el segundo volumen, la otra mitad, para saber cómo nuestro protagonista va a afrontar la revolución que está experimentando su vida. 
   Hasta ahora, ha conseguido sobrellevar su divorcio y el cambio de dirección de su carrera, dedicada a hacer retratos de grandes empresarios del momento, de una forma nada convencional e insuflándoles una alma que le convierten en el mejor de su campo. Hasta ahora, está afrontando con bastante dignidad todos los giros rocambolescos de su vida: sus dos amantes, su aislamiento en la casa de un prestigioso pintor tradicional japonés, el descubrimiento de un inquietante cuadro en el desván de la casa, el encuentro con el señor Menshiki. Hasta ahora, se ha visto envuelto en unos acontecimientos de lo más extraños y sortea como puede las sorpresas con las que se encuentra a cada paso. Hasta ahora.
   ¿Y cómo va a seguir haciendo todo esto conforme se están desarrollando las cosas? Ah, pues eso es lo que don Haruki ha decidido dejar en la otra mitad, a la que tendré que esperar con calma y paciencia oriental. Aunque no sé si lo conseguiré, porque el autor me ha sorprendido tanto con esta novela que necesito saber ya cómo termina.
Imagen tomada de la revista De Zeen
 
   La he encontrado muy distinta de lo que he leído hasta ahora de él, pero puede que no haya leído lo suficiente, la verdad. Pero no os alarméis, sigue manteniendo sus rasgos más característicos: esa mezcla entre tradición y globalización, esa disección del sexo como si fuese un cirujano, ese detenimiento en la descripción de los detalles, esa torpeza social que parecen tener sus protagonistas, esas sacudidas que arrea cuando empiezas a acomodarte en la lectura. 
   Sin embargo, le he notado especialmente distante con algunos momentos importantes de la vida del protagonista; frío en la narración de escenas que piden a gritos fuertes sentimientos: el arte, el amor, el sexo, la pasión. Hasta que aparece el cuadro, La muerte del comendador, y entonces destila sensaciones, se implica emocionalmente, y todo cambia: lo irreal coge protagonismo, el baile entre sueño y realidad se hace fuerte, los personajes se vuelven más enigmáticos. Y entonces es cuando me atrapa definitivamente. Me enamoro de sus descripciones: "sonrisa de media luna", "rasgos que intentan romper la armonía"; y me sorprende con sus personajes: la madurez de unos, la franqueza o la parsimonia de otros. Y esa música que lo inunda todo.
   Y es que Murakami nunca me deja indiferente. Me engancho a esa cruda realidad que alterna de golpe con las cosas más extrañas, a esos personajes que, a veces, me dan ganas de zarandear para que espabilen, a su forma de contar, impactante pero sin tremendismos.
   Así que, aquí estoy, esperándole, llenando el intermedio con otras lecturas y echando la vista atrás de vez en cuando para estar bien preparada cuando vuelva.

domingo, 3 de marzo de 2019

La música más solidaria

Eran muy muy jóvenes. Algunos casi niños. Seguro que todos habían madrugado para llegar puntuales al ensayo general que precedía al concierto. La sala del Auditorio Nacional se iba llenando poco a poco de los orgullosos familiares de eso jóvenes músicos que tocarían en unos momentos, y posiblemente de algún que otro curioso-amante de la música, que había decidido llenar con ella su mañana del sábado. 
   Yo era la orgullosa tía de uno de esos pequeños que formaban la Orquesta Infantil y juvenil EOS y, acompañada de los míos, entraba emocionada, como siempre, en la sala sinfónica del auditorio. ¡Y cómo impresiona esta sala! Ese órgano majestuoso respaldando a los músicos, esas maderas que hacen resonar la pasión y la vida que transmite la música, ese respeto que se siente al formar parte de lo que allí va a pasar.
   Mi pequeño ya-no-tan-pequeño percusionista participaba un año más en el concierto solidario que el Encuentro Orquestal Sinfónico (EOS) organiza con sus alumnos, en beneficio de AFANIC y de la Fundación Pablo Horstman, lo que hacía todo aquello más emocionante todavía, porque esos "grandes" músicos de entre 9 y 17 años estaban ayudando a niños y jóvenes menos afortunados, con una de sus mayores pasiones, y con meses de estudios y ensayos que por fin salían a la luz. 
   

   Ya sentados, estratégicamente, muy cerca de "la percu", esperábamos la salida de estos músicos. Los primeros en aparecer en el escenario recibían los tímidos aplausos del principio que, poco a poco, se iban haciendo más intensos a medida que aparecía el resto de la orquesta. Y allí estaba nuestro artista favorito, con sus 12 años bastante recientes, y dispuesto a darle a los timbales, platillos, bombo y cualquier otro instrumento de percusión de los que participaban en las obras de ese día.
   El programa que daba vida al concierto me entusiasmaba. Era de esos que sabía que me iban a arrancar más de una lágrima. España me suena era el nombre de un repertorio lleno de nuestros ritmos y matices, tanto de nuestros compositores como de los ojos de otros venidos de fuera. Desde el Preludio de la Revoltosa o El Sombrero de tres picos hasta la rapsodia España, de E. Chabrier o la Carmen, de Bizet, las diferentes obras iban llenando la sala de todo tipo de acordes y de compases conocidos, a los que les seguían los aplausos entusiasmados de todos los que estábamos disfrutando de lo lindo con la pasión y las ganas de los que estaban sobre el escenario. Si el rock o el pop hacen que me suba la adrenalina hasta salirme por las orejas, la música clásica me toca el alma de una forma que me resulta difícil explicar, hasta el punto de provocarme lagrimones como puños con determinadas piezas. Si se juntan más de una en un mismo concierto y, para colmo, mi ya-no-tan-pequeño músico participa en ellas, a los lagrimones se unen algunos hipidos de tía orgullosísima y emocionada.

  En ese recorrido, mi "gran" músico había pasado del bombo a los timbales y de ellos al triángulo, y había sostenido con dignidad los pesados platillos, arrancándoles las notas adecuadas con esfuerzo y equilibro. Hasta "blandió" uno de los sonoros abanicos rojos con que los músicos sustituyeron por un momento sus instrumentos, para hacer música y llenar de color el escenario.
   Llegaba el final y me picaban las palmas de las manos de tanto aplaudir. El turno de los bises se palpaba en el ambiente y tras la estupenda Leyenda del abanico, la sala se llenó de los impresionantes acordes de El baile de Luis Alonso, invadiéndolo todo de esa magia que crea la música, mientras yo trataba de camuflar mis hipidos y disimular mis lagrimones. Había llegado el momento de abandonar despacio el auditorio y de marcharnos a brindar por la música y nuestro músico.


Orquesta Infantil y Juvenil EOS. Directora Silvia Sanz Torre.
www.encuentroorquestal.es
www.fundaciónpablo.org
www.afanic.com


domingo, 17 de febrero de 2019

Serindipia = Disfrutar

Puede que haya sido porque ya sabía que tras Alice Lovelace se escondía Serindipia, pero en este libro de fantasía me he encontrado con muchos de los guiños de nuestra querida Mónica Gutiérrez. Están sus diálogos ingeniosos, sus toques de humor irónico y a veces sarcásticos, los datos históricos bien encajados en la trama, hasta la presencia del té.
   En esta ocasión, los vampiros, los superhombres y los seres humanos conviven en un equilibrio más o menos estable, vigilándose los unos a los otros y manteniendo el cumplimiento de unas normas muy precisas, hasta que nuestra protagonista, Grace, aparece en escena. Ella parece tener un "don" que todos quieren y por el que están dispuestos a romper todas las reglas si es necesario. Solo estará a salvo gracias a uno de los mandamases vampírico. Y hasta aquí puedo leer... porque el resto solo tiene gracia si lo descubre uno mismo.
   Me chiflan los relatos fantásticos contados como si fuesen una historia cotidiana más, los hechos increíbles incluidos en el día a día con toda normalidad y los personajes extraordinarios paseándose como si tal cosa por la trama. Cuando eso se hace bien, se hilvana con maestría y se presenta con naturalidad se consigue una novela que te atrapa desde la página cero.
   
Porque así he estado yo con este libro: atrapada. Desde que abrí Cuéntame una noctalía (aquí tenéis la reseña), su primera novela, siento algo adictivo con los libros de Mónica, algo que me mueve a aferrarme a su lectura y no querer soltarla. Para mí, se debe a su lenguaje cercano, a su vocabulario rico y expresivo, a su fuerza para describir determinadas situaciones y sentimientos. 
   En realidad, en este caso creo que la trama ha sido lo de menos, aunque no deje de ser muy interesante y muy entretenida, y llena de imaginación. Pero lo que realmente me atrapaba era ver cómo los personajes se enfrentaban a lo que les estaba sucediendo, a lo que trastocaba su vida cotidiana, a lo que descubrían de los demás y de sí mismos. Nuestra protagonista es una mujer fuerte, decidida e independiente, como todas las mujeres "serendipia" y, por eso, no se comporta como los demás le piden, y por eso también no le sirve cualquier galán. Este tiene que ser inteligente, con personalidad y con valores.
   
Confieso que, cuando empecé a leer, me parecía estar ante una novela de corte juvenil y mi vena adolescente salió a la luz para disfrutar como una quinceañera con la historia de nuestra protagonista. Sin embargo, según iba encontrando los "guiños" de la autora, iba disfrutando más mi parte adulta, mi lado literario e historiador. Su romanticismo no es solo de tipo amoroso, sino también literario. Los cementerios, los castillos medievales,  las noches de luna llena, una buena tempestad, el bien y el mal que aparecen a lo largo de la novela los habrían elegido encantados Becquer o Espronceda. 
   Nuestra protagonista, Grace, tiene un secreto que la convierte en blanco de las distintas facciones que habitan Londres. Poco a poco va descubriendo para qué está destinada, de dónde viene, y como mujer valiente que es, decide tomar el control de la situación. En ocasiones, la trama podía parecerme previsible, pero era tan emocionante la forma de contar lo que ocurría, que me era imposible despegarme del libro. 
   Y una vez más, tras un libro de Mónica Gutiérrez, mi problema fue encontrar una buena lectura que me ayudara a desengancharme.
   ¡Qué cabeza la mía! Me olvidaba de esas magníficas entradillas que nos abren las ganas de "hincarle el diente" al capítulo. Son geniales. ¡Descrubidlas!

domingo, 10 de febrero de 2019

La Tigresa y el Acróbata


Hay veces que necesito cambiar el tercio de mi lectura. Cuando enlazo novelas que solo me entretienen, el cuerpo me pide sacudidas; tampoco demasiado fuertes, no hace falta exagerar, pero sí algo que me despierte, que me estimule. En esa búsqueda, mientras pasaba el dedo por el listado de libros que me ofrecía la tienda online, me encontré con Susanna Tamaro y, por mi experiencia, supe que no me defraudaría.
   La portada que tenía delante era de un azul plomizo, pero que me resultaba tranquilizador. La imagen era la de un tigre que se paseaba por ella majestusoso y, bajo el título, una leyenda decía: "Entre la libertad y el poder, he elegido la libertad". Y así fue como, con el espíritu dispuesto a emocionarse, empecé a leer La tigresa y el acróbata. 
   Siempre me ha sorprendido la fuerza de los sentimientos que esta escritora, aparentemente tan frágil, imprime en sus libros. Con un lenguaje sencillo, lleno de poesía y de plasticidad, crea una maravillosa fábula para hablarnos de las cuestiones importantes de la vida. A través de las vivencias de una tigresa, la autora nos ofrece toda una cadena de reflexiones éticas y morales sobre la propia existencia, sobre nuestro destino, sobre nuestra capacidad real de poder elegir o si, por el contrario, seguimos unas normas impuestas desde siempre.
   Vale, sí, dicho así "da miedito"; suena pomposo y muy sesudo. Seguro que algunos habéis salido "por por patas" del blog. Pero nada más lejos. Es una fábula, una de esas bonitas fábulas que leíamos de niños en el cole, protagonizadas siempre por animales y con su moraleja y todo.
   Este hermoso y temible animal nos cuenta su vida con mucha naturalidad, casi con inocencia. Desde su nacimiento y los primeros días de vida junto a su madre y su hermano, ella siente que no es cómo los demás. Aprende las "mañas" propias de su especie, presta atención a las enseñanzas y consejos de su madre, pero sus ganas de saber siempre el porqué de las cosas, su gran curiosidad, parecen ir contra su naturaleza, ir más allá de lo que se espera de ella, de lo que se supone que debe hacer. 
"¿Se puede vivir fingiendo ser algo que no eres? Renegar de la propia naturaleza para ir al encuentro de una nueva de la que no conocía el rostro.
(...)
¿Una abeja sabe porqué es atraída por la flor? De repente, una energía misteriosa te llama y no puedes resistirte a su voz. Lo que a otro le parece locura, a ti te parece el único camino que recorrer".

  Tenía claro que Susanna Tamaro se había propuesto hacerme reflexionar sobre lo que siempre ha preocupado al ser humano. Así que recogí el guante y me acomodé para disfrutar de sus recursos literarios: sus elegantes metáforas, su lenguaje poético, su ternura. La autora había elegido a un animal poderoso y temido, que lo tenía fácil para seguir sus instintos y vivir cómodamente según su naturaleza. Sin embargo, la tigresa "necesita" descubrir lo que hay más allá de la línea por donde sale el sol cada mañana. No siente la necesidad de cazar grandes animales que demuestren quién manda en la taiga; se conforma con cazar para sobrevivir y poder continuar su marcha hacía el este.
   Como era de esperar, en su viaje se encontrará con el bien y con el mal; con almas gemelas que, curiosamente, pertenecen a un mundo opuesto al suyo, y almas oscuras y miserables, independientemente de la especie a la que pertenezcan. Cuando conoce a El Hombre, quien se supone que es su mayor enemigo se convierte en su apoyo, su guía y su maestro. El único que la comprende, que siente las mismas inquietudes que ella:
"¿En serio, ningún miedo? (...). __ El hombre suspiró: "Uno, y siempre el mismo. No a la muerte, sino a no conseguir ser yo mismo".
  El relato es pura filosofía. E insisto, no para echar a correr, sino para saborearla despacito, a nuestro propio ritmo, de una manera fluida y natural, a medida que nuestra tigresa (porque se hace nuestra) va encontrándose obstáculos y trampolines en su camino y va aprendiendo a conocerse mejor. 
"Tener unos ojos y tener una mirada no es lo mismo (...). Los ojos están ligados a las manos, mientras que la mirada está ligada al corazón. La mirada no conoce distancia ni barrera. Los ojos, al contrario, miden cada cosa. Si encuentran un espacio vacío, construyen rápidamente un muro".
   Pero, ¡qué sabia! ¡Qué a gusto he ido aprendiendo con ella! Porque me era difícil seguir el relato sin hacerme también las mismas preguntas. 
   En resumen, una aventura que me ha mostrado el valor que hace falta para dejar lo que conoces y arriesgarte ante lo desconocido; ese mantra tan popular ahora de "salir de la zona de confort". Aunque yo me preguntó: si de verdad fuese una zona de confort, ¿necesitaríamos salir a buscar algo diferente?
Yo ahí lo dejo.
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