domingo, 20 de octubre de 2019

Una noche especial

Ayer estuve en un sitio mágico, lleno de paz, pero no de tranquilidad; un sitio lleno de momentos alborotados y encendidos junto a otros que te acariciaban el alma. Porque en el Auditoria Nacional, todo es posible.
   Allí solo arderían las palmas de las manos de tanto aplaudir; el único posible odio iría dirigido al reloj, que muestra el final; lo único que se arrojaría serían vítores y bravos. Todos compartiríamos el mismo idioma, aunque hablásemos lenguas distintas; todos sentiríamos entusiasmo, aunque cada uno experimentara emociones diferentes. Allí no importaría de dónde vinieses, de dónde fueses o qué llevases contigo. Porque esa es la magia y el poder de la música.   
   
La entrada del Auditorio nos recibía con un aforo completo, lleno de gente que huía del diluvio que acababa de caerles encima. El cielo tenía la intención de crear el ambiente propicio para el  Requiem de Mozart que iba a interpretar la Orquesta Metropolitana de Madrid junto al Coro Talía. Refugiados y "muy juntitos" bajo sus soportales, todos intentábamos "adecentarnos" un poco para acceder como corresponde a un lugar tan especial.  
   La emoción estaba servida. Y ni los "pelos chuchurridos" por la lluvia ni los zapatos "chancleando" en el vestíbulo impedían las sonrisas de oreja a oreja, intercambiadas entre los que subíamos las escaleras. Los comentarios sobre los "chuzos de punta" caídos minutos antes se sucedían de carreras al baño, de despedidas de amigos con entradas separadas hasta verse después en el intermedio y de ese ruido que se va atenuando poco a poco con las "llamadas al orden" de la megafonía y de los acomodadores, a punto de cerrar las puertas de la Sala Sinfónica.
   
No conocía la primera obra que se interpretaba, ni a su autor (¡cuánto me queda todavía por aprender!). Mientras estudiaba el programa de mano y me ponía al día sobre Max Bruch y su Concierto para violín nº 1 en sol menor, Op. 26, algunos aplausos empezaron a abrirse paso tímidamente al ver salir a los primeros músicos. A veces se paraban, a veces se despertaban otra vez, hasta que por fin, todos sonaron al mismo tiempo para recibir a la directora, Silvia Sanz, y a una niña que, con su traje de Alicia en el País de las Maravillas, resultó ser la violín solista, Mª del Mar Jurado. Con sus 16 años, me dejó sin habla al verla manejar de esa forma el violín, con esa facilidad que parecen tener los "grandes". ¡Qué forma de aplaudir! ¡Qué manera de emocionar! ¡Cuánta esperanza sentí!
   
Tras ese intermedio en el que todos, incomprensiblemente, volvemos de nuevo a correr hacia el baño, o aprovechamos para saludar orgullosos desde nuestros asientos a ese hermano que recoge sus partituras y se marcha ya con su viola, dispuesto a darlo todo en la segunda parte, o nos acercamos a la cafetería a por alguna bebida (para salir corriendo otra vez hacia el baño antes de volver a la sala), le llega el turno a don Wolfan. Nadie como Mozart para expresar el miedo, la desorientación, el arrepentimiento o el consuelo mientras mece o exalta a toda la sala con su música.  Nadie como él para ponerme los pelos de punta y zarandearme el espíritu en el Confutatis o la Lacrimosa, que tomaban más vida si cabe con las voces del Coro Talía y los cuatro solistas que los interpretaban. 
   
Con la adrenalina a tope, llegó la despedida. Poco a poco, la sala iba quedándose vacía; los músicos se despedían, unos de otros, con abrazos; el público comentaba contento lo que allí acababa de vivir. Y todos creábamos un ambiente especial que ni el mal tiempo ni la falta de taxis podían arruinar. Porque, insisto, este es el poder de la música, que enardece y alborota el espíritu sin llevarlo a la violencia, y que desarrolla esa parte de las personas que nos hace mejores. 
   Ojalá todo el mundo le cediera el mando a la música y se dejara guiar por ella.


Allegro energico. Concierto para violín nº 1 en sol menor, Op. 26

Lacrimosa. Requiem en Re m, KV 626. 



Fotos de los compositores tomadas de internet.
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