domingo, 30 de junio de 2019

Lectura curativa

Todos los que amamos los libros sabemos que, además de hacernos viajar, aprender, vivir otras vidas y sentir todo tipo de emociones, la lectura cura. Y yo lo comprobada en carne propia.
   
Ayer me llevé un pequeño susto que, por suerte, solo quedó en eso, pero mis nervios y mis pensamientos decidieron que fuese algo más, un "madremialaquesepodíahaberliado". Así que, cuando llegó la hora de irme a dormir era incapaz de controlar ni a unos ni a otros. Me puse a ver pelis de amor romántico, hice ganchillo, me tomé un vaso de leche caliente (en plena ola de calor infernal) y, finalmente, la lucecilla esa que se enciende de vez en cuando en nuestras cabezas me indicó el camino: un libro. Pero ¿cuál? 
   En la mesilla tenía a tiro de mano Yo, Julia, de Santiago Posteguillo, que me entusiasma, me engancha como un anzuelo y me enseña un montón de cosas. Sin embargo, no estaba segura de que mi estado de ánimo estuviera preparado en esos momentos para la guerra civil en que andaban metidos los protagonistas, allí donde había colocado el marcapáginas: Severo sitiaba la ciudad de Bizancio en donde se refugiaba Nigro, mientras Julia Donna aguardaba en el campamento del primero, su marido, estudiando la situación como un estratega más.
  
   No, no era el momento de muertes y batallas. Quizás fuese mejor pedir ayuda al libro que me acompaña en el tren todas las mañanas. La literatura fantástica de sus páginas me llevaba a un mundo imaginario en el que los Guardianes de la Ciudadela se encargaban de perseguir y acabar con los monstruos que atacaban a los ciudadanos, entre peligros, misterios y un toque romántico. Sí, definitivamente Laura Gallego y su novela El secreto de Xein habían ganado la partida. Xein y Axlin tendrían que curarme los restos de nervios y susto que me quedaban. Yo, Julia descansaría en su hueco de la mesilla hasta la noche siguiente en que, esperaba, todo volvería a la normalidad.
   Y, como todos los que amamos la lectura sabemos, la segunda parte de Los Guardianes de la Ciudadela cumplió con su función y me acunó, y me tranquilizó, y me concentró en la lanza que Xein hizo volar para atravesar al metamorfo que había suplantado a un humano al que acababa de matar. Y por fin se me empezaron a cerrar los ojos, y el calor dio una tregua, y el aire pareció empezar a soplar y, una vez más, la lectura me curó.
Foto tomada de Google

domingo, 9 de junio de 2019

El taller de libros prohibidos

A veces es provechoso volver los ojos al pasado, pero soñar con recuperarlo siempre es devastador.

Encontrarme con una novela sobre libros y, además, prohibidos era un caramelito difícil de rechazar. El argumento de una mujer, viuda, al frente de un taller de encuadernación, en la España de Felipe II, era demasiado tentador para mí y, cuando empecé a leer, lo hice con tales expectativas que, quizás por eso, la terminé con un pellizco de desilusión.
   El argumento no defrauda en absoluto, eso que quede claro. Las aventuras que vive Inés Ramírez cuando tiene que hacerse cargo del taller de encuadernación de su difunto marido son dignas de la mejor novela negra. En una época donde la Inquisición tenía el brazo muy largo, donde todo y todos eran sospechoso de herejía y donde las mujeres apenas podían ni respirar, Inés decide mantener el tipo contra viento y marea y lidiar ella solita con los problemas que le acarrea el descubrimiento de los tejemanejes que se traía su "difunto", además de intentar mantener en pie el taller y plantar cara a una sociedad retrógrada y supersticiosa. 
   La autora, Olalla García, recrea muy bien la sociedad de la época. Las costumbres sociales, la vida en los talleres, el funcionamiento de los gremios, las leyes y los hombres que los dirigían, todo está estupendamente descrito para que podamos hacernos un retrato mental de cómo se vivía a finales del siglo XVI. Entonces, ¿por qué se va todo al garete con "pecados" lingüísticos actuales? Vicios tan de hoy como "el camino a tomar" o "la puesta en común", me dejaban bastante ojiplática al encontrarlos justo al lado de un "malhaya" o un "mentecato". 
   A esto se unía la sensación de que me estaban quitando párrafos. De repente, o los personajes empezaban a hablar de algo que parecía que acababa de ocurrir, pero que yo no había leído por ningún sitio; o eran otros personajes diferentes los que se me presentaban de golpe sin que hubiera la más mínima señal de haber cambiado de escena. Inés no solo luchaba contra su época, sino también contra la mala edición de la mía: párrafos seguidos que no se correspondían y erratas que salpicaban demasiado a menudo la lectura. 
   A pesar de todo, ella y yo seguimos adelante, cada una frente a sus "enemigos". La trama se fue desarrollando paso a paso. Los peligros, los descubrimientos, las conspiraciones, hacían que la novela fuera muy muy entretenida. Se saboreaba en toda la historia el trabajo de investigación y documentación. La descripción de cómo funcionaba el taller del maestro Juan Gracián, de cómo recalaron en España los impresores franceses, de cómo funcionaban estos gremios, etc. me curaban las heridas de esa edición tan dañina y me reconciliaban con la novela.
   Los misterios y secretos de los protagonistas me animaban a saber más sobre su futuro en la historia. Aunque no fuesen unos personajes muy profundos, cumplían su papel a la perfección, y no necesitaban más aristas que las que mostraban para enseñarme de qué iba el asunto y lo que se podía esperar de ellos. E incluso alguno que otro me dio una buena sorpresa al tener a sus espaldas un pasado que no esperaba.
   Y así fue como llegué al final: con algunos momentos en que parecía adormecerse un poco la trama y otros en que cogía velocidad y resolvía las "cuitas" en menos que canta un gallo; disfrutando mucho con los detalles de talleres, gremios, impresión y encuadernación, y cabreándome como una mona cuando la edición me arreaba un zasca; en tensión cuando los protagonistas estaban en un tris de caer por el precipicio y enarcando las cejas con alguna que otra afirmación sobre las costumbres de la época que jamás había oído. 
   Pero, al cerrar el libro, cuando hago el balance general, lo que me importa es el gusto que me ha dejado y que paladeo a pesar de los pesares. En este caso, es justo decir que el dulce venció al agrio.
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