lunes, 6 de enero de 2020

Y llegaron, por fin, sus Majestades

"Y entonces, la estrella que habían visto en el Oriente se colocó delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría .Y entrando en la casa vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra".

Y desde entonces, se han encargado de transmitir esa alegría a miles de niños, de generación en generación. Consiguen trepar, junto con sus camellos, hasta el piso último del bloque y hasta la buhardilla más alta del tejado. Pero también son capaces de colarse en un sótano que apenas tiene un par de ventanas asomadas a la acera. Pueden colocar todos los regalos en una sola noche, incluso, mientras se encuentran en plena cabalgata saludándonos a todos y regalándonos caramelos tipo "torpedo". Son capaces de reconocer los zapatos de cada niño, algunos no demasiado limpios porque no ha habido tiempo suficiente para sacarles brillo. Y todo esto sin que nadie les vea y en el más absoluto silencio, algo que pude comprobar de niña cuando me quedaba sentada en la cama dispuesta a pillarles con las manos en la masa: "es imposible que no hablen entre ellos _pensaba_, y que los camellos no relinchen o ronquen, o lo que quiera que hagan". A mi abuela uno de ellos le dio un buen pisotón. Pero desgraciadamente, siempre caía rendida sin poder pillarles in fraganti.

   También hay que decir que sus Majestades no han sido nunca demasiado limpios. Cuando era niña, siempre dejaban los polvorones a medio morder y sus camellos desparramaban la paja por todas partes. Menos mal que entre la cocinita de turno, el balón de fútbol, la Nancy o el scalextric, siempre se acordaban de dejarnos un libro. Primero fueron los cuentos de Perrault o de los hermanos Grimm, y después las aventuras de los cinco o los tebeos de Mortadelo y Filemón.
   Porque ellos y su maravillosos pajes tienen la habilidad de conseguir casi todo lo que les pedimos en nuestras cartas (lo que a veces es bastante complicado si tenemos en cuenta que también lo han pedido otros miles de niños más), y además otras cosas que necesitamos, aunque nosotros no lo sepamos.
   Por eso, cuando dejé de ser niña, escribí a los Reyes Magos para que me dejaran ser una de sus pajes. Y desde entonces, me ocupo de ayudarles a trepar por el balcón, a dejar paja a los camellos y un bombón a ellos (creo que los prefieren a los polvorones), y a "colar" un libro entre los "centros comerciales" de Pin y Pon, los videojuegos de Super Mario Bros o las Belli Beth de turno. Y es que tanto los Reyes como sus pajes sienten la misma inmensa alegría de la primera noche al poder llenarlo todo de magia.
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