domingo, 12 de agosto de 2018

Veraneando con Mónica

Siempre que leo un libro de Mónica Gutiérrez se me calma el alma. No sé exactamente si ese es el sentido de la literatura feelgood, supongo que sí. Para mí es lo que yo llamo "de buen rollo", de ese que cierras el libro con un gran suspiro de gusto.
Este Todos los veranos del mundo no ha sido una excepción. Mónica tiene una habilidad especial para crear ambientes en los que siempre querrías estar, y no solo los crea, sino que además te coge de la mano y te mete en ellos. Y lo hace manejando muy bien el lenguaje, con bonitas metáforas pero alejado del almíbar, que es algo que agradezco sinceramente.
Seguramente la mayoría de vosotros conoce ya el argumento de la novela, así que no me detengo en eso, pero sí me gustaría hacerlo en los guiños propios de sus libros, como los nombres que da a los lugares especiales, por ejemplo. Ahí está La biblioteca voladora. ¿Imagináis uno mejor? Quién iba a negarse a entrar en un sitio así:
"La tienda de Strenge me llena de paz; como un refugio de madera y libros, un oasis protector tan alejado de la ciudad que ya apenas recuerdo su ruido infernal".
Otros de sus "amuletos" son el té, los personajes entrañables (que suelen ser viejecitos despistados al más puro estilo Einstein), las chimeneas o sus referencias musicales, cinematográficas o literarias, que siempre me sacan una media sonrisilla; coincido tanto con la mayoría de ellas.
Me ha gustado veranear con Mónica porque no me ha llevado solo a un simple pueblo sencillo y tranquilo, me ha llevado al Paraíso, a un auténtico Brigadoon. Los sitios que describe son mágicos, algunos personajes son de cuento (pero si el librero hasta parece un duendecillo). Desempolva vivencias de otras épocas, recuerdos que algunos tenemos todavía con nosotros a pesar de los años, donde los veranos eran eternos y los niños jugábamos siempre en la calle, yendo primero de casa en casa para buscarnos unos a otros, escapándonos en cuanto nuestras madres levantaban el toque de queda de la siesta, aunque el sol derritiese aún el asfalto, y volviendo a casa justo en el momento en que empezaban a cantar los grillos o cuando nos llamaban para cenar.
Mónica ama el lugar que describe, es evidente, y eso es lo que ha dada color a toda la historia. Hay personajes y situaciones tan bucólicos que si los encontrase fuera de este libro, seguramente me resultarían irreales: ¿pasar todo el día a cargo de un rebaño de ovejas y, sin embargo, ser un pastor de los más interesante? Ni hablar.
Sin embargo, para ser honesta, sobre todo con la autora, y por el gran respeto que siento por ella, en algunos momentos me parecía que bajaba la guardia y se dejaba llevar en algunas escenas por situaciones algo sentimentales y muchas veces vistas. Pero no me importó, porque ya estaba rendida a su historia y solo quería acompañar a los protagonistas, ¿quién no se dejaría arrastrar por este lugar, por estos personajes, por esta historia?; es muy difícil nadar contra la marea.
El resto... El resto es puro placer. Te atrapa, hace que quieras más, te sujeta fuerte para que ni siquiera desees levantar la vista y ver dónde estás, aunque ese sitio te guste, porque siempre te gustará más al que ella te lleva. Y es que me parece verla en ese lugar, en su propia infancia, en sus propios veranos. Y me arranca una sonrisa con sus toques de humor, y me obliga a buscar los libros que menciona y disfruto con esos pequeños placeres que a veces olvido:
"... el mejor trago de una cerveza bien fría en verano es justo ese, el primero, sin  vaso".
Imposible terminar de mejor forma.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Así empieza todo


   Abro la cubierta y empiezo a leer. Primero son solo datos: el título, el nombre del autor, a veces una dedicatoria, casi siempre una frase emblemática de un escritor o de una obra. Después empieza el viaje. 
   Las primeras líneas me abren la puerta. Si al asomarme, me gusta lo que veo y consigo traspasar el umbral, casi siempre me quedo. Si después de un rato sigo allí, es difícil que consiga dar un paseo por sus escenarios. Como mucho, me quedaré sentada en el porche a ver pasar la historia, pero sin participar.
   Sin embargo, cuando puedo entrar, cuando planto los pies en esa nueva tierra y siento su aire y su lluvia y su frío y su calor, me quedo para siempre. Me voy del brazo de sus personajes a conocer las calles de una ciudad o de varias ciudades, a recorrer carreteras, a subir y bajar montañas, a viajar en barco, lo que sea; ya es imposible que vuelva hasta que no llegue el final.
   Los personajes y yo nos hacemos amigos, a veces, hasta participo de sus conversaciones. Puede que hasta me enfade con sus reacciones o que suelte un profundo suspiro cuando por fin les veo felices. He llegado incluso a enamorarme de alguno de ellos, imaginando ser yo quien le coge de la mano, quien le mira a los ojos, quien le besa profundamente.
   Me gusta sentirme otra persona, reaccionar como nunca lo haría a este lado del libro, experimentar sensaciones que aún no conozco y puede que nunca conozca. Me gusta conocer realidades imposibles, vivir en lugares extravagantes, viajar en el tiempo.
   Si consigo todo esto, no habrá nada más difícil que la despedida. El momento de volver se hace duro. Siempre doy la vuelta a esa página en blanco que sigue a la última línea, como si esperase encontrar todavía un poco más, como si pudiera mantener lo vivido mientras siga sintiendo el papel, tocándolo con los dedos, oliéndolo. Un olor que ha ido cambiando a lo largo del camino y que nada tiene que ver con ese olor de libro nuevo recién abierto.
   Todo esto es lo que puede darte un buen libro. Y que nadie me diga que también pasa con el cine o con los videojuegos, porque ninguno de ellos me da la posibilidad de crear una imagen única: la mía. Los personajes tendrán la misma cara para todos; los paisajes, los mismos colores; las ciudades, la misma luz. 
   Así que, cuando llega el momento de abrir de nuevo esa puerta, de preparar un nuevo viaje, me pongo tan nerviosa como un niño desenvolviendo un regalo. Y empiezo a revisar los libros que tengo delante todavía sin leer, y los miro como la ratita presumida miraba su moneda en el cuento de Perrault, y empieza así el primero de los rituales que se desencadenan siempre que leo un libro.
   Con vuestro permiso, voy a dar el primer paso en este ritual; está llegando el momento de decir adiós a quienes están ahora conmigo y quiero dejarlo todo listo para que la transición sea lo más corta posible. Siempre se corren riesgos, por supuesto, pero afortunadamente hay miles de historias que los curan. Allá voy.
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