lunes, 24 de diciembre de 2018

Llegó Navidad

De repente sonó el timbre de la puerta. El riiiinnngggg rompió completamente el silencio de la casa. Yo aparté el libro de Jeanette Winterson, Días de Navidad, y mi madre, a medio vestir, se asomó por la barandilla de las escaleras para gritarme que abriera la puerta. Pero no hacía falta, el ruido subía desde la calle, enloquecido, excitado y cargado de churros con chocolate. Habían llegado los pequeños de la casa.
   En un pispás preparamos la mesa para dejarles desayunando entre risas, manchas y algún que otro grito nervioso. Los mayores teníamos que mover muebles, bajar cajas de la buhardilla, preparar el serrín y otros "avíos" y decidir si este año perdíamos todos los nervios poniendo un río con agua de verdad o de papel de aluminio. Mirando hacía la mesa del desayuno llena de niños con chocolate, decidimos correr a por el royo de papel Albal. Y se dio el pistoletazo de salida.
   Los caballetes estaban en su sitio, el mantel de papel de plata listo, las cajas abiertas y las figuritas desenvueltas. Solo había que empezar. Y empezamos. Tijeras por aquí, celo por allí, en aquel rincón una piña, en este un tronco y unas ramas de pino. Y al volver la cabeza, vi al mayor de los "pequeños" mirando sin ver el belén que se empezaba a armar. Y sentí un pellizco en el estómago; estaba creciendo. A su lado, otro de los pequeños empezaba a despistarse y a buscar mi móvil por todas partes para jugar a escondidas. Otro pellizco. La más pequeña no hacía otra cosa que desenvolver figuritas de barro y amontonarlas en el sofá, mientras su hermana mayor protestaba porque no la dejábamos hacer nada. Otro pellizco más. 
   Fue entonces cuando los mayores supimos que había llegado la hora del relevo, que el nacimiento tenía que ser cosa suya, quedase como quedase, que a nosotros no nos quedaba más que orientar, ayudar y responder a las preguntas de ¿quién es quién? en el belén. Así que cedimos la batuta al mayor de los pequeños para que fuera él quien montara el portal, la parte más importante del nacimiento, y se encargará de las luces, porque requieren de cierta responsabilidad. La segunda en el mando se ocuparía de la fuente de agua con circuito cerrado y sin peligro de fuga. Y el tercero en discordia, del río de plata, sus puentes y sus lavanderas. La más pequeña se ocupó de agrupar a las ovejas para que durmieran un rato, porque tenían que descansar para acompañar toda la noche a los pastores que van a ver al niño Jesús ("es que es su cumpleaños, ¿sabes tía?"). 
   Y entonces todos los pellizcos desaparecieron. Y se oyeron los villancicos de fondo, y empezó la sesión de fotos de rigor, y la abuela juntó las manos para soltar su frase navideña preferida ("¡Pero qué preciosidad. Este es mejor que el del año pasado!"). Y así empezamos otro ciclo de rituales familiares, de esos que tranquilizan el alma porque nos frena un poco el ritmo loco. Y al marcharnos a comer, el silencio y la calma volvieron a ocupar su lugar en la casa. La castañera se quedó al lado del camello, el herrero sustituyó a Melchor en el portal y el niño que toca la zambomba cruzaba el río por uno de sus puentes. El pescador lanzaba su caña justo al lado de la mula, como si esperase pescar una de las ovejas que descansaban hasta acompañar a los pastores a adorar al Niño.





domingo, 2 de diciembre de 2018

Una escapadita muy literaria

Si hay algo que me guste tanto como los libros, eso son los viajes. Viajar me abre la mente y me llena el alma. Vivo de otra manera, a otro ritmo y en otros lugares. Cambio mi espacio y me cambio yo. En esto, viajar es como leer. Por eso, cuando puedo combinar las dos cosas, la alegría no me cabe en el cuerpo.
   Cuando me enteré de que existía un hotel que encerraba miles de libros repartidos por todas partes, mi cabecita empezó a maquinar la forma de plantarme allí. Poder dormir rodeada de libros, desayunar o pasear entre ellos me producía un cosquilleo especial, me parecía un sueño. ¿Quién llevaba unas cuantas semanitas de órdago? Moi ¿Quién se sentía perdida, cansada y descolocada? Moi. Ergo... ¿Quién se merecía una escapadita de este tipo? Moi, moi y nadie más que moi.
   Dicho y hecho, le pedí a San Google que me guiará en la preparación del viaje y, como siempre, me ofreció en bandeja las miles de posibilidades que tenía para hacerlo realidad. Solo me quedaba embaucar a una de mis amigas, que tampoco hace ascos a estas cosas, y cerrar fechas.
   Así fue como una tarde un poco pasada por agua, después de un avión, un taxi y un autobús, me encontraba delante de la puerta del hotel The Literary Man, en Óbidos, un pueblo mágico abrazado por un antiquísima muralla que, primero, lo defendió de los invasores extranjeros, y ahora trata de protegerlo de las hordas de turistas que lo invadimos durante el día.
   Aunque lo de pasar un noche entre sus libros se escapaba a mis posibilidades, allí estábamos mi amiga y yo delante de la puerta del hotel, dispuestas a tomarnos, al menos, una café, para entrar en calor y para poder poner los pies en él; menos da una piedra.
   La amabilidad y el ambiente acogedor nos recibieron desde el momento en que nos acercamos a la recepción. La persona que nos atendió demostró una paciencia infinita con aquellas dos locas que deambulaban por los pasillos, mirando a todas partes con una risita floja en la cara. Ella nos acompañó amablemente al café, tomó nota de lo que queríamos y nos dejó disfrutar de una tranquilidad y de una paz que ya no recordaba. Pocas veces un café me supo tan bueno. Después, con la misma paciencia y amabilidad, permitió a esas dos emocionadas turistas, recorrer sus pasillos, visitar el comedor principal, entrar en una de las habitaciones y hacerse fotos entre sus libros. La palabra "encantadora" se queda corta.
   Pero Óbidos me reservaba más sorpresas. No se conformaba con ofrecer el alojamiento perfecto a los locos por los libros, también guardaba un lugar "sagrado" donde poder cogerlos, ojearlos, olerlos y comprarlos. La antigua iglesia de Sao Tiago, había cedido su espacio a los libros, para que siguiéramos alimentando el espíritu los que entrábamos allí. En esta ahora librería, el silencio y el respeto seguían siendo los mismos, solo había cambiado el objeto de adoración.
   Allí dentro, recorrí con la yema de los dedos todo lo que pude. Volví y revolví los pequeños montones de obras de todo tipo que llenaban las estanterías, desde la puerta hasta el altar; me atreví a elegir un libro en portugués viendo que, con menos vergüenza que maña; iba traduciendo y entresacando la historia de aquellos antiguos navegantes portugueses que recorrieron el mundo; y me senté, agradecida, a digerir y a disfrutar en calma el momento.
   Como no hay dos sin tres, a los pocos días de andorrear muralla arriba y calles abajo, la magia de Óbidos había enlazado una frutería ecológica con una librería encantada, a la que se podía pasar tan solo atravesando una tenue línea en el suelo, y que guardaba en sus paredes libros de muchos idiomas diferentes; en sus espacios, sillas acogedoras donde saborear un poco de lo que se podía conseguir; y en su personal, como era habitual, amabilidad y una sonrisa.
   Como en un cuento de hadas, al salir por la puerta de la librería, nos dimos de bruces con un bar en el que una estupenda plataforma de madera nos pedía a gritos que nos tomásemos una rica cerveza en su terraza. ¿Pero si está empezando a marcharse el sol? Le dijimos. Sin embargo, nunca he sido yo persona de luchar inútilmente, y menos cuando la derrota estaba tan buena. Así que nos rendimos enseguida y disfrutamos de dejar a nuestra espalda un novelesco hotel y dos librerías encantadas. 
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