domingo, 24 de abril de 2016

Un buen libro

Ayer fue un día muy especial para quienes amamos los libros; daba vueltas a la cabeza sin parar sobre la clase de entrada que haría hoy. Quería conseguir un homenaje digno de lo que se celebraba. Quería ser capaz de expresar lo que un libro valía para mí. Quería compartir algo único con todos los que se mueven por estos mundos de libros, blogs literarios, redes, etc. Pero no conseguía encontrar la manera justa.
   Esta mañana, mientras desayunaba, terminaba las últimas páginas del libro que tenía entre manos. Con el último sorbo del café llegaban también las últimas líneas de la novela, una buena novela. Y, de repente, se encendió la bombillita: no había mejor homenaje para este día que hablar de un buen libro. Y yo acababa de cerrar uno. 
   Escribiría sobre un libro, el mejor de los homenaje; Cartas a Palacio, de Jorge Díaz, una buena novela que me había hecho disfrutar, que me había enseñado muchas cosas, que me  había llevado a partes de la Historia que no conocía, que me había presentado diferentes puntos de vista sobre las cosas ocurridas, que me había enternecido y sorprendido un poco también; que me había arrancado alguna media sonrisa y alguna lágrima final; que me había emocionado y hecho levantar una ceja de sorpresa.   
   Estoy segura que la mayoría de vosotros ya conoce esta genial historia sobre la labor de la Oficina Pro-cautivos que puso en marcha Alfonso XIII, y que, como siempre, se quedó en el olvido porque nosotros no tenemos un Spielberg que lleve al cine las hazañas que consiguieron los hombres y mujeres que trabajaron en ella. Estoy segura que casi todos habéis acompañado a Clara, después de abandonar a su novio en el altar, en la interesantísima vida que se le presentó después; como también sentisteis las dudas de Manuel, un anarquista que se ve trabajando codo con codo con el rey al que quiere derrocar; posiblemente también cogisteis cariño a Álvaro, amigo personal de don Alfonso, al verle enfrentándose al despreciable Carlos de la Era; y habréis seguido las andanzas de todos los personajes que han desfilado por este libro: Gonzalo, Frank, Jean- Marie,Carmen, Elisa o la Murciana.

   Con una forma de escribir muy eficaz, correcta y bien adaptada a la historia, al momento y a los personajes, el autor me ha sorprendido con una forma de escribir directa, rápida, de mucho diálogo y de frases cortas, casi de crónica periodística, ¿o de guión de televisión?, pero siempre capaz de meterme de lleno en el ambiente de cada barrio y ciudad protagonistas de los hechos. Y me ha sorprendido con unos personajes muy creíbles, que evolucionaban a lo largo de la novela, según iban viviendo cada hecho, cada cambio, cada dura prueba.
   Cartas a Palacio me ha descubierto a un rey noble, a personas buenas y justas independientemente del lugar del que procedieran, a la maldad anidada también en cualquier barrio o palacio; a los daños de cualquier guerra, por muy justa que se considere (¿alguna puede serlo?); a miles de situaciones posibles que pueden surgir en circunstancias extremas; a la ignorancia sobre nuestra forma de actuar hasta que nos vemos bajo presión, que es cuando se demuestra verdaderamente como somos; y a otras muchas cosas.
   Sí, definitivamente ha sido un buen libro, con un buen argumento que me ha atrapado muchas veces y del que me he alejado en otras, al sentir que el autor proyectaba valores y actitudes demasiado actuales. Pero ha sido siempre un interesante paseo. 

domingo, 17 de abril de 2016

Flores como bálsamo

Bálsamo, según la RAE, significa: consuelo, alivio, entre otras definiciones como: sustancia comúnmente aromática. Como consecuencia, Flores para la señora Harris, de Paul Gallico, ha sido para mí un bálsamo aromático en toda regla.
   Es cierto que casi cualquier libro puede ser un bálsamo, pero este en concreto llegó en el momento justo de curar anteriores lecturas, entre aburridas y decepcionantes, que me tenían tristona y desencantada. Como no esperaba nada, encontré casi todo, al menos, de lo que necesitaba en ese momento: entretenimiento, sonrisas, ternura por una historia cándida y alguna mueca de enfado; una buena mezcla para la recuperación.
   La señora Harris me cayó simpática nada más empezar la lectura. Su concepto sobre su propio trabajo como una tarea de importancia nacional era divertidísima; y su tesón y lucha por conseguir ese traje de ensueño comprado en la casa Dior de París, el típico argumento encantador de una antigua comedia de los años cincuenta. Su comportamiento maternal pero firme con todos a los que conoce, casi de antigua maestra de escuela, me despertaba ternura, la ternura de esas antiguas películas que veía de pequeña los sábados después de comer, sentada en el sofá del cuarto de estar, entre mi madre y mi abuela, mientras mi padre dormitaba en el sillón y mis hermanos jugaban o dormitaban también.
   La señora Harris, armada de escoba y plumero, lucha contra las adversidades como una auténtica enfermera diplomada lo haría contra una epidemia, y consigue reunir el dinero suficiente para ese gran sueño suyo de poseer el vestido de Dior más maravilloso del mundo. Sus pasos para lograrlo y su estancia en París mientras se hace realidad su sueño es lo que da cuerpo a esta novela, que se llena de personajes agradables, no demasiado profundos, pero lo suficientemente bien formados como para hacernos disfrutar de la historia.
   Como en esas comedias de las que antes hablaba, la ingenuidad del argumento no impide que se pueda disfrutar de magníficos momentos de humor, ese genial humor que no necesita de situaciones cómicas para hacernos reír, sino de una simple conversación de lo más cotidiana entre dos "señoras de la limpieza londinense" que, al parecer, y según el autor, era una especie tan particular y básica en los cimientos del Imperio Británico como las nanys o los mayordomos. La brillantez de muchos de sus diálogos, especialmente al principio del libro, han sido "la joya de la corona" de esta historia.
   No sé si la visión de este escritor norteamericano sobre el carácter británico era el "oficial" entre sus compatriotas, y tan solo buscaba resaltar esos tics que todos reconocerían y les harían reír, pero a mí me ha hecho disfrutar de lo lindo al elegir, de forma muy divertida, los típicos prejuicios ingleses hacia sus vecinos franceses, para desmontarlos más tarde y llegar a la conclusión de que no son tan distintos.
   Salvo algunos puntitos machistas propios, supongo, de la época en la que fue escrita (1958) y los momentos emotivos y de ensaltación de la bondad y la naturalidad que protagoniza nuestra increíble señora Harris, la novela me ha hecho disfrutar sin dobleces, sin excusas, sin análisis sesudos, de una historia simpática y sin pretensiones, simplemente centrada en proporcionar la sencilla necesidad humana de sonreír sin más, de pasarlo bien. Posiblemente también, de conseguir un buen guión para una película posterior, como así ocurrió.
   Aunque se pueden ver ciertos arquetipos comunes, ciertos guiños universales, la trama se centra en mostrarnos el poder de unas convicciones fuertes, la seguridad de una conciencia tranquila y el orgullo de saber que se hace lo correcto.
   Imagino que expertos analistas sacarían la moralina de esta historia y la puntuarían de acuerdo a su originalidad o a su valor literario. Pero yo solo quería hablaros de su valor terapéutico para una lectora que necesitaba pasarlo bien de nuevo con un libro. Espero haberlo conseguido.

domingo, 3 de abril de 2016

Uf... ¡Por fin!

Las ausencias son muy difíciles de llevar, mucho. La ausencia de internet me obligaba a una semana de distancia de mis colegas blogueros; podría verles, leerles, pero no decirles lo que me había gustado su entrada, o la entrevista a ese autor, o lo diferente que había sentido yo ese libro que comentaba. Me había quedado sin voz.
   En principio, pensé que una semana de descanso absoluto tampoco me vendría mal; dedicarme a leer, exclusivamente, sin pensar en enfoques o en tiempos, sería volver a otros momentos. Pero me mentía. Mis dedos tecleaban sobre cualquier mesa que se les pusiera por delante, la lectura me pedía notas y comentarios futuros a cada punto y a parte y mi móvil, cruelmente, me mostraba todo lo que se movía en la blogosfera sin dejarme formar parte, dando error a cada intento de comentario, dando fallos a cada pulso de la tecla "enviar".
   Después, llegó la conexión, pero también mi inconsciencia, y no se me ocurrió otra cosa que meterme a "cocinillas" y preparar una serie de cambios de imagen que celebraran mi tercer año en las redes. Y mi inhabilidad con las herramientas de las nuevas tecnologías y mi falta de paciencia decidieron que la Semana de Pasión se alargara a otra Semana de Adaptación: a la rutina, a las prisas y a dejar las cosas como estaban.
   En este peregrinaje, me acompañó una novela, pegada a mí de forma inexplicable. Estuvo conmigo en la travesía de Pasión sin que yo encontrara pasión en ella, como si me agarrara a la única tabla que había, encendiendo y apagando el libro más de una vez, sin conseguir entrar en la historia y sin que los personajes se hicieran mis amigos. Después, siguió a mi lado, más como un hábito que como un deseo. Yo leía y leía, pero no sentía. Avanzaba en la historia sin llegar a entrar en ella.

   La mujer del reloj, de Álvaro Arbina, daba vueltas en mi boca, y no sabía por qué. Estaba bien escrita, sin ninguna duda. Tenía un lenguaje correcto y preciso, a veces un poco rimbombante, pero quizás fuera para adaptarse a los años de 1800, durante la invasión francesa. Sin embargo, se me hacía distante, frío. La historia no podía ser más completa: intrigas, misterio, aventuras, luchas de espadas, batallas, traiciones. Pero había escenas tan tópicas, momentos tan previsibles, hechos que adivinaba antes de que ocurrieran, que todo se desinflaba por momentos.
   La historia del joven Julián, que pierde a su padre, la única familia que le quedaba; que ve como las tropas francesas arrasan la tierra que tanto amaba; que se ve envuelto en los misterios de una logia secreta; que pierde al amor de su vida; que se encuentra con su tío desconocido con el que descubre la labor de las Cortes de Cádiz, la gestación de La Pepa; que conoce el infierno de las cárceles y del destierro; que lucha en una guerrilla; que ve el triunfo y el final de la guerra; ese Julián, que tiene una vida verdaderamente de novela, no consiguió en ningún momento hacerme cosquillas en el estómago, o encogerme la garganta con la tensión, o emocionarme con sus impulsos y sus decisiones. No podía evitar encontrar trucos y recursos mil veces vistos a lo largo de la literatura y del cine: el aprendizaje del manejo de la espada, el sacrificio del amor para salvar a la familia, los personajes que resultan ser otros distintos, momentos emotivos, de los de lágrima fácil y mano en el pecho.
   Sin embargo, esto lo podría haber sobrellevado perfectamente si la historia me hubiera hecho vibrar. Pero todo me resultaba tan lejano. Tanto las descripciones de lugares y de personas como las explicaciones sobre sociedades, logias o hechos históricos me parecían más propios de un manual que de una novela. Eran precisos, rigurosos, exactos y... "fríos".
   
Y a pesar de todo esto, no quería soltar la historia. Estaba decidida a terminarla, a conocer el destino de Julián, porque le había cogido simpatía. Era demasiado justo y equilibrado en sus actos, incluso cuando se alteraba, pero me gustaba. Y, además, quería saber cómo acababa todo aquello, quería descubrir si mis suposiciones eran ciertas, si eso que me parecía tan previsible, en realidad lo era.
   Y lo fue. Y el final resultó el que imaginaba. Y a pesar de que todo se alargaba inútilmente, dando vueltas sobre la misma idea como para intensificar lo que se suponía que era una sorpresa, yo me quedé ahí hasta el epílogo, apagando el ebook con una mueca de desilusión y sorpresa por ese final que suponía, pero que intuía más sonoro, menos incomprensible.
   En fin. Todo pasa. Los obstáculos se suelen superar, los errores se deben intentar arreglar y las lecturas que no nos calan deben dejar paso a la esperanza de la siguiente.
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