Durante un tiempo, esta era la frase que solía gritar los domingos por la mañana cuando mi abuela me llamaba para desayunar: Marisa, ¿dónde estás? .-- Aquí, en la cama con mamá. Porque, durante aquel tiempo (todavía con frío y con viento), no había mayor placer que salir corriendo a la cama de mis padres y arrebujarme calentita entre sus sábanas. Yo sabía que mi padre, siempre madrugador, me dejaba su hueco en la cama, y que mi madre, siempre lectora, lo mantendría libre para mí. Mis hermanos dormirían todavía un buen rato.
Aquellas mañanas de domingo, mi madre me esperaba con su libro de turno, la lámpara de la mesilla encendida y una luz misteriosa que lo inundaba todo por culpa del pañuelo rojo que la cubría. Yo llegaba corriendo, me metía en la cama junto a ella, apoyaba la cabeza en su hombro y leía a hurtadillas algunas líneas del libro. Daba igual el argumento, en aquellos momentos solo quería entrar de nuevo en calor después de la carrera en pijama por el pasillo, y oler el camisón y la piel de mi madre, que junto con el papel y la tinta de algunos de sus libros, me parecían el mejor de los perfumes.
Y así, domingo tras domingo, durante aquel tiempo, yo me iba empapando de sus costumbres lectoras, iba acostumbrándome al olor de sus libros, al Aire de Loewe de su ropa. Hasta que un día, llevé mi propio libro, me arrebuje en mi propio lado de la cama, yo también encendí la luz de la lámpara y tuve mi propio olor a papel. Allí conocí a Los cinco y a Jane Eyre, y allí temblé con las Leyendas de Becquer.
Así que, un día como hoy, me encantaría estar otra vez en la cama, con mi madre, bien calentitas y tapaditas, con las lámparas encendidas, muy juntas pero lejos la una de la otra, cada una con su propia historia, con su propio olor a libro y leyendo, siempre leyendo.
Gracias mamá.