domingo, 12 de mayo de 2019

La imprenta del Quijote

Hace algunas semanas visité la Sociedad Cervantina, en el 87 de la calle Atocha, en Madrid. No sé cuántas veces habré pasado por ahí a lo largo de mi vida sin saber que, en sus sótanos, se escondía el ambiente en el que se imprimió la primera edición del Quijote. El edificio tuvo muchas vidas después de haber sido la imprenta de María Rodríguez Rivalde y, salvo por la placa de la fachada, a la que yo jamás presté atención en mis continuas idas y venidas por esta calle, nada se adivina de ese pasado tan honorable.
   Y ahí estaba yo, delante de un portalón metálico que daba paso a un local en obras y que no tenía ninguna pinta de acoger la magia que veríamos más tarde. Pero a pesar de esa entrada tan inusual, la emoción de estar a punto de contemplar la reproducción de una imprenta similar a la que imprimió los primeros 1.800 ejemplares de la obra de don Miguel me mariposeaba en el estómago. Mientras se completaba el grupo para la visita, pasamos a una sala con unos cómodos asientos bajo un gran ventanal que la iluminaba con ese sol resplandeciente de las cinco de la tarde; un sol que nos calentaba la espalda y la espera, al lado de un impresionante busto de don Miguel. 
   
   En esos momentos, yo empezaba la lectura del libro que todavía tengo entre manos, El taller de los libros prohibidos, que cuenta la historia de Inés de Ramírez, viuda de un maestro encuadernador en el Alcalá de mediados del XVI, que se pone al frente del taller de su marido cuando este muere, enfrentándose a todos los obstáculos sociales y morales de la época. Todo lo que yo había estado leyendo en la novela sobre aquellos talleres de impresión y de encuadernación, la forma en que se trabajaba, sus profesionales, etc. lo tenía ante mí en ese momento. En aquel sótano en el que había estado hace siglos ese taller que vio nacer la leyenda de don Alonso Quijano, y que estuvo regenteado por mujeres durante 105 años, íbamos a descubrir cómo trabajaron aquellos artesanos, manejando todos aquellos tipos, balas de tinta, placas, etc. 
   Nuestro magnífico guía nos llevó hasta 1605, cuando Juan de la Cuesta imprimió, uno tras otro, los pliegos del que fue el best-seller de la época, al que luego siguieron otros grandes éxitos de Lope de Vega, Calderón o Tirso. Y se puso manos a la obra para enseñarnos los tipos con los que se compusieron cada una de las placas que contarían la historia de ese señor tan loco y su escudero, para entintarlas como lo hicieron aquellos hombres, para tirar de la palanca con fuerza e imprimir y, finalmente, para mostrarnos el pliego ya impreso. Uno tras otro se reproducían los pasos que Olalla García me contaba en su novela, dentro de ese ambiente mágico de luz de velas y olor a madera noble.

 Llegó el momento de irnos, y con la excusa de algunas fotos aquí y allá y de las últimas preguntas que se habían quedado en la garganta, los que estábamos allí nos hacíamos los remolones para no tener que abandonar ese sancta sanctorum. Sin embargo, había que marcharse. Así que salí en silencio, mirando a todas partes a ver si podía llevar conmigo todas las imágenes encerradas en aquel sótano. Las sensaciones las tenía bien grabadas y, esas, me daba menos miedo perderlas; pero por muchas fotos que hiciese, ninguna sería muy fiel a la impresión de mi retina ni al olor y calor de lo que acababa de vivir en la Sociedad Cervantina de la calle Atocha. Lo que era evidente es que nunca volvería a pasar delante de esa fachada con la misma ligereza con la que lo había hecho hasta entonces.

Todo lo que necesitéis saber sobre la Sociedad Cervantina lo podéis encontrar en su página web sociedadcervantina.es/. No dejéis de visitarla.
(Gracias Ángeles por tus fotos)
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