El día había empezado de lo más normalito. Primero, mi paseo matutino, después mi desayuno en la terraza mirando al mar, y luego mi "playita" con mi sombrilla y mi silla, dispuesta a seguir leyendo ese libro que me tiene embrujada.
Todo se desarrollaba como de costumbre, nada parecía predecir la visita inesperada de después. Yo seguía mi ritual diario: poner la sombrilla, extender la toalla y marcharme derechita al mar para darme el primer baño del día, en un agua tranquila y cristalina.
¡Qué tranquilos nos sentimos cuando no conocemos lo que se nos viene encima! El mar estaba como nunca, los peces nadaban entre mis piernas, el agua estaba fresca y clara y el baño fue de lo más refrescante. Yo ¿nadaba? (o flotaba, tampoco nos pongamos tiquismiquis) hacía el interior, totalmente ignorante de esa visita inesperada que se acercaba despacio y en silencio.
De repente, la visitante me rozó suavemente para hacerme saber de su presencia. Ya era imposible escapar. Cuando quise huir de allí sólo podía palmotear para intentar ponerme de pie y correr hacía la orilla (no soy Gemma Mengual, precisamente). Todo fue en vano. La visitante ya había dejado su marca, y nada menos que en una de mis "cachas", la izquierda para ser más precisos, y en la corva de la pierna derecha.
El resto del día lo pasé ocupándome del sello y firma de la visitante. ¡Maldita medusa!
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