La paz era casi absoluta. De vez en cuando llegaba el ruido de las olas que, a esas horas de la tarde, siempre es más fuerte de lo habitual. Con los pies llenos de arena, después de un largo paseo por la orilla, y las manos manchadas de restos de conchas y de más arena aún que los pies, solo quería sentarme y sentir el frescor del aire y el murmullo del mar. Solo así sería capaz de zambullirme completamente en Estambul.
El Mediterráneo tiene la virtud de unir unas ciudades con otras a través del ir y venir de las olas. ¿Por qué esta agua no podía ser la misma que, quién sabe cuándo, había mojado el Cuerno de Oro? Estaba segura de que Orhan Pamuk había mirado las mismas crestas blancas que estaba viendo yo en ese momento y había sentido el mismo aroma del agua llena de vida que recorre la costa "de Algeciras a Estambul" desde el principio de los tiempos; estaba segura.
Ya había conseguido sacudirme la arena y la sal de las manos, ya tenía Estambul fuertemente sujeta entre los dedos, había conectado el modo "sonido ambiente" para acompañar la lectura y había estirado mis piernas cansadas de la caminata, dispuesta a dejarme arrastrar por el paseo del autor por su vieja casa familiar, a pasear con él por los álbumes de fotos familiares y, quizás más adelante, a acercarnos al Bósforo a mirar de cerca ese mar inmenso y ancestral, lleno de culturas diferentes, pero parecidas.
¡Silencio! Al parecer nos hemos quedado solos Pamuk y yo y el Mediterráneo. Si nos disculpáis...